jueves, 17 de abril de 2014

Margen.



Estoy en el margen, en el punto ciego de la pureza y aunque nunca he tenido facilidad para los idiomas ni para las lenguas muertas, estudio la geometría de la osamenta, sueño bajo las mariposas azules que abrevan en la mirada limpia, aparto del espanto las sombras de los enamorados.

No estoy cansado, no, esta presunta poesía tiene la ventaja que no te mojas, no te manchas, sorteas la baba negra con laberintos y ciervos sobre el altar de lo inaprensible, utilizas el alfabeto de los náufragos.

Por ejemplo.

Los de la camisa negra. Por suerte nunca han llamado a mi puerta. Digo suerte y digo silencio, el mío, tan culpable como las voces airadas del otro lado. Digo nunca y digo ahora, desmemoria de cuando la muerte paseaba cada día por nuestras alamedas, por nuestros templos, por la mirada cómplice de los que giraban la cabeza. Digo puerta y digo candados, aburrimiento de liturgias cerradas, de códigos incomprensibles, del capricho de verdugos sin azar.

Luego se cambiaron de camisa, del negro al verde, luego roja, después blanca, no sabías con quién hablabas, que les veías desde fuera y no les conocías, que disimulaban tanto que no había tiempo para asimilar el trueque de máscaras, de casullas, de ideas caprichosas, que hoy era blanco, mañana estaba transparente y nadie veía lo que venía, tormenta o sirimiri, llovizna, calabobos que también se dice y bobos o algo peor éramos, lo somos aún en las filas de una aparente indiferencia, ajenos, con la pintura lista para mimetizarnos en cuanto se oculta el sol, cuando sale la luna, ay, la luna.

Alto, alto, alto, respira.



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