viernes, 7 de octubre de 2016

Parker y la intransigencia.



Cesa la lluvia y Parker huele la hierba mojada, observa el caminar de los caracoles, mira al cielo intentando adivinar lo que vendrá. Llega a las escaleras de la ría. El barquero, con la pericia de los años de oficio, le ayuda a cruzar a la otra ribera, después extiende la mano exigiendo su precio. Atrás queda el largo puente en el que estaba la felicidad. No era eso y saberlo después se convierte apenas en un sarcasmo. La línea del tiempo está desbordada. La libertad está más allá del desierto. Se eclipsa la posibilidad del refugio en la casa del lago. Hace una señal en el tronco de un olmo y el viernes es apenas el preludio de la nada. Parker sabe que detrás de la puerta están los paisajes, los otros, la ciudad, los amigos, Marie, todas las Marie del mundo. Rebusca en el archipiélago de sí mismo, en su insomnio, en el fluir de sus pensamientos, quiere describirlos pero no sabe si el camino empieza en el norte o en el este, quiere volver al punto de partida, quiere aprender a escribir en prosa, en verso, novelas, reportajes, poemas, sus memorias pero no tiene memoria, no recuerda, sabe que estuvo fulminado, huido, que fue, que está de espaldas a la ventana, que mira el papel blanco como un desafío, hoy, mañana, cada día. Sabe que tiene pendiente el harakiri, su propio incendio, quemarse para resurgir, la revolución para que todo sea igual pero diferente, no sabe si puede usar la guillotina consigo mismo, se encoge de hombros y sale a buscar un retablo en una iglesia en un pueblo que no existe. 

Mañana, empezará mañana.

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