miércoles, 29 de marzo de 2017

En la cocina



…la casa vacía,  en silencio, se me rompe el corazón. Estoy sentado en la cocina, en la misma silla de enea en la que se sentaba mi bisabuela ciega. Por los amplios ventanales entra un pálido sol de invierno. Recuerdo.

Paulina. Llegaba con una cesta en un brazo y una gallina viva en el otro. Un pañuelo negro cubría su cabeza. Invariablemente, con un acento que me parecía de otro mundo, decía, ené, cómo ha medrado este chiquillo. Y seguía hablando con mi abuela, con mi madre, con mis tías, en aquella cocina cálida, con olores a comidas deliciosas, con Doroteo Martí en la radio, de fondo, con el sol de cualquier época inundando las sonrisas, las conversaciones, la vida que se deslizaba con placidez.

Mi padre era alto, fuerte y sonreía. Me parecía muy fuerte y muy alto. Sacrificar la gallina que traía Paulina era su labor. Mi abuelo y mi tío no se atrevían. Las mujeres se refugiaban en los cuartos, riéndose, con gritos, no querían verlo.  Mi padre afilaba un cuchillo grande, se sentaba en la cocina con un delantal sobre las rodillas y una taza en el suelo. Abría la carbonera, cogía al pobre animal, lo inmovilizaba entre sus piernas y con un tajo limpio le cortaba el cuello. Después dejaba que se desangrara sobre la taza y aguantaba sus estertores. Veía aquel rito con ojos entre sorprendidos, atemorizados y curiosos. Jamás he matado ninguna gallina.

Ahora que la vida gira y cambia y estoy sentado en la cocina de esta casa vacía que debo cuidar se me rompe el corazón de tantas imágenes inundándome, llenándome de ayer…

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