miércoles, 16 de agosto de 2017

Sugerencia 3


Uno es un moderno y solo escucha, lee, come, huele, toca, cosas modernas, o sea lo de ahora.
Lo de ayer está pasado de moda y solo me importa la moda, la fachada, lo que vende, lo actual, lo que conozco, ahí donde me muevo bien. Por cierto, ¿que día a fue ayer?, estoy perdiendo la memoria.
Pero uno a veces tiene debilidades y se deja seducir por el consejo de algún amigo que es un antiguo, que le gusta lo viejo, lo de antaño. En la amistad cabe todo.
Eso, que empiezo a leer “La piedra lunar” de Wilkie Collins, con aprensión porque no solo es antiguo (1868) sino que es un tocho de 600 páginas. Qué pesados eran estos viejos, los de entonces.
A lo que iba, empiezo, una página, otra (como se lee ahora) y no puedo dejar de leer, es un libro moderno, es un estilo que engancha, apasionante. Me han engañado, seguro que esto acaba de editarse, que es moderno. 
Resumiendo que sigo leyendo y no puedo pararme en sugerencias ni tonterías, léanlo, es una novela policiaca, es una película de aquellas en colores brillantes, es una pasada. Agur, a leer.





‘La piedra lunar’, novela fundacional del género negro, genial y copiada hasta la saciedad

por Juan Carlos Galindocultura.elpais.com
5 de enero de 2017 03:19

Decía Borges a todo el que le quisiera escuchar que esta novela “pertenece a la estirpe de los libros inolvidables”; en Sangre en los estantes Paco Camarasa asegura que su creador “sabía someter al lector a una tensión constante, multiplicando los narradores y complicando inteligentemente sus intrigas”; T.S Eliot afirmó que se trata de “la primera, la más larga y la mejor de las novelas británicas contemporáneas de detectives”. ¿De qué hablamos? Evidentemente, de La piedra lunar de Willkie Collins (Londres, 1824-1889), ahora reeditada por Navona en su colección de Ineludibles, en una excelente edición con una nueva traducción de José Luis Piquero.
Un diamante de procedencia legendaria, una familia acomodada, una hermosa joven y un robo sirven a Collins como excusa para desplegar una potencia narrativa y una capacidad para el diálogo y el desarrollo de personajes inauditas. Con un lenguaje poderoso y una estructura moderna y copiada después hasta la saciedad, Collins nos lleva de la mano por este mundo victoriano de clase alta.
Las distintas voces que se suceden en la narración, los puntos de vista cambiantes y la gran cantidad de personajes no quitan ni un gramo de interés a esta novela fundacional. Las referencias de los propios narradores, protagonistas todos de la historia, a la narración en sí, a quién va a contar el próximo capítulo o cómo vamos a disfrutar con lo que viene son de una modernidad que acongoja.
El relato pasa del costumbrismo a lo procedimental, con voces unas veces hipnóticas, otras patéticas (la de la prima beata de los protagonistas es el mejor ejemplo), otras simplemente geniales. Resulta inolvidable Betteredge, sirviente leal de la familia, amigo del joven Franklin, cuya única fuente de análisis de la vida es el Robinson Crusoe, que lee y relee en manoseadas versiones hasta la saciedad y donde encuentra siempre una clave que explica la realidad. Por no hablar del sargento Cuff, ese caballero infalible obsesionado con el cultivo de rosas.
Excepto cuando incluye algunas historias dentro de la historia, cuentos exóticos que no me interesan tanto, el ritmo no se resiente en ningún momento durante las 560 páginas. Collins era un maestro azuzado por la necesidad: si el lector no se enganchaba, el semanario donde publicaba (All year around, dirigido por un tal Charles Dickens) abandonaba la historia. Sí, como en las series de televisión que no pasan del tercer capítulo pero hace siglo y medio.
Cuando llega el turno de Franklin, primo de la joven y bella Rachel, de la que está perdidamente enamorado, y la historia se acerca lentamente a su resolución, se ve la maestría del autor para jugar con los personajes y con el público. Cuando aparece en escena el insoportable Godfrey Ablewhite, pretendiente de Rachel, hombre de intachable reputación, la hipocresía de la sociedad victoriana queda al descubierto, retratada de manera inmisericorde. Lo mismo ocurre cuando es el turno del servicio o de ciertos truhanes. Cuando entra en los detalles de los efectos del opio, al que Collins era algo más que aficionado, se ve el descaro con el que era capaz de tratar cualquier tema.
Es una locura de libro. Es increíble que esté escrito en el siglo XIX, que todavía hoy muchos imitadores no se acerquen ni de lejos a su modernidad. Lean y disfruten.

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